top of page
  • Foto del escritorEtty Kaufmann Kappari

La investigadora

Actualizado: 1 feb 2022



 

Creo que convertí en investigadora a la edad de siete años.

Fue una vez que me quedé a dormir a la casa de una amiga de la escuela, se llamaba Evelyn. Esa tarde, mi mamá repartió a sus cuatro hijos en diferentes casas porque su papá, mi abuelo, acababa de morir en un accidente en carretera y a mí me tocó quedarme ahí. En ese momento Evelyn no era de mis mejores amigas, casi no hablábamos en la escuela pero su mamá y la mía eran muy cercanas, se conocían desde carajillas.


Cuando la mamá de Evelyn nos mandó a lavarnos los dientes y ponernos las pijamas, a Evelyn le cambió la cara. Se le quitó la sonrisa, se encorvó y clavó su mirada en el suelo.

Ya en el cuarto, Evelyn empezó a temblar y, casi al mismo tiempo, los gritos del papá atravesaron la puerta del cuarto como proyectiles. Gritos y golpes contra una mesa o un aparador, sonaban los cubiertos saltando. El llanto de la mamá de Evelyn, aunque sonaba ahogado, no cesaba.


Yo me senté en el suelo, abracé mis rodillas, me apoyé en la puerta y clavé la oreja para escuchar.


Después de poco, oímos un portazo y un repentino silencio. Mi amiga seguía temblando. ¿Qué está pasando? Le repetía, pero ella solo se retorcía.


Mi corazón latía acelerado. Se me revolvió el estómago, empecé a sudar frío y sentí ganas de cagar pero me daba miedo salir del cuarto.


Viéndolo en retrospectiva puedo decir que ese fue el primer ataque de angustia que recuerdo. Era una combinación de miedo a la muerte e impotencia. Pero a los siete años yo no tenía ni el vocabulario ni la experiencia para ser capaz de decir lo que sentía. Yo ni siquiera entendía qué pasaba y mucho menos cómo se iba a resolver la situación. Me sentí atrapada.


Sin pensarlo, me pasé a la cama de Evelyn, nos abrazamos, nos miramos, yo le acaricié el pelo, ella soltó un llanto silencioso, yo otro y al cabo de unos pocos minutos nos dormimos. La angustia nos había agotado.

La luz del día me despertó. Abrí un solo ojo y vi a Evelyn sentada en la cama a la par mía mirando las imágenes de su libro de Alí Babá y los cuarenta ladrones.


La voz del papá regresó repentinamente. Me pareció que los sonidos venían de la sala. Todo empezó de nuevo.

Se me hizo insoportable.


Entonces agarré a Evelyn y la jalé: vamos, le dije. Abrí la puerta y salimos hacia la sala. El brazo de Evelyn resistía. Yo la jalaba con fuerza. Llegamos a la sala y nos encontramos con que el papá estaba apuntando con un revólver a la mamá.


Mi corazón se detuvo, estoy segura y un golpe de adrenalina escupió por mi boca una pregunta:


- ¡¿Qué pasa?!

Las cabezas del papá y de la mamá de mi amiga giraron en cámara rápida hacia nosotras.

- Nada, nada – soltó la mamá de Evelyn.


Y el papá bajó el arma y escapó.


No sé si fue ese mismo día o fue después, que me di cuenta que una pregunta puede llegar a ser más potente que una pistola.


Creo que ahí me inauguré como investigadora.


No fui al funeral de mi abuelo. En esa época los niños y las niñas no íbamos al cementerio porque –según decían- había que protegerlos de la angustia ante la muerte.



113 visualizaciones0 comentarios

Entradas recientes

Ver todo

Vida

bottom of page